lunes, 25 de junio de 2012

Cuando el conceptual te llega a lo más hondo I

La semana pasada recalé en el MACBA. Dicho así, de golpe y sin prolegómenos, suena fuerte; todavía más si tenemos en cuenta que no asistí a ninguna inauguración, es decir, que fui allí llevado por un impulso legítimo de interés cultural, y no por una simple coartada (a las que, por otra parte, soy tan aficionado) con la que ponerme hasta el mollate de Moritz y quelitas sin desembolsar ni un solo euro. 

Mi intención inicial era la de pasearme un rato por las salas de la colección permanente del museo. A mí, que en el fondo soy un clásico, me tira mucho la escultura, disciplina cuyos costes materiales y mayores necesidades en cuanto al patrocinio se refiere, la hacen más propicia de tiempos más boyantes o, cuando menos, de realidades socioeconómicas inmersas en pleno proceso de nuevoriquismo. El caso es que por estos lares se está volviendo cada vez más difícil encontrar una muestra (no hablo de retrospectivas) en las que la escultura ocupe un lugar significativo. Es una suerte, al menos para mi, que el MACBA posea una una serie de piezas de Oteiza que quitan el hipo. Siempre he pensado que a los vascos les das un trozo de hierro y te hacen una reflexión metafísica sobre el espacio, el sujeto, el objeto, y hasta del cubo blanco (perdón, white cube).

Para mi sorpresa, descubrí que la selección de obras expuestas en la colección ha sido objeto de un profundo replanteamiento con resultados más que satisfactorios. Digamos, para abreviar, que el leitmotiv de la muestra permanente se aleja del típico recorrido entre cronológico y temático con el que  intentar desentrañar el significado y repercusión de las segundas vanguardias, para pasar a plantear una reflexión sobre el hecho urbano, en el que el diseño y la arquitectura modernos juegan un papel seminal, como de Big Bang, diría yo. Pues ahí que arranca la muestra con que si Le Corbusier y su visita epifánica a Barcelona, el racionalismo aplicado a las reformas urbanísticas (el pla Macià), etc. Todo ello muy a juego con el envoltorio, el gran (de grande) edificio de Richard Meier que, supuestamente, tan abierto está a la ciudad. Cuenta la leyenda, que en una comida institucional, el otrora alcalde de la ciudad Condal, oséase, Maragall, le dijo al señor Meier algo así como que quería un edificio chupiguay para albergar una colección de arte contemporáneo que todavía no existía y que el señor Meier, tan dado a la innovación de un edificio a otro, le hizo un dibujín del futuro museo que consistía en una réplica exacta de cualquiera de sus obras anteriores, sin siquiera saber dónde iba a estar ubicado. Y luego pasó lo que pasó. Mi única duda acerca de este episodio es si tuvo lugar entre las sangrías de cava o ya con el cigaló de Bayleys. Pero ya me estoy desviando del tema...
Parece ser que en el MACBA se han dado cuenta de que con el devenir de los años el hecho y el tejido urbanos han sufrido severas transformaciones, por lo general movidas por la evolución de los patrones económicos (o condicionadas por intereses de la misma índole), y que más allá de la línea recta, el higienismo y la planificación surgen matices, zonas grises y hasta huecos para la espontaneidad, de los que el arte actual se ha estado haciendo eco. Para mí, la joya del museo en estos momentos son las fotografías que documentan el proceso de vaciado de edificios que Gordon Matta-Clark realizó en los años 70, más conocidos como building cuts. Para entendernos: el señor Matta-Clark escogía un edificio, preferiblemente en desuso y/o situado en una zona urbana o suburbana en transformación (tipo 22@ avant la lettre) y lo atravesaba con la forma de una figura geométrica de grandes dimensiones, de tal modo que al retirar las superficies afectadas, el resultado ofrecía una visión inédita de dicho edificio y de su entorno, dinamitando, para empezar, la frontera entre interior y exterior, público y privado, y creando zonas hibridas (la Grauzone, ¡toma ya otro palabro!) que ponían en cuestión todo el dispositivo urbanistico. Precioso, de verdad.

El colofón de la muestra viene dado con la proyección del documental de Passolini sobre las obras de construcción del centro Pompidou de París, sus primeros pasos una vez abierto al público y las reacciones que suscitó entre la ciudadanía.  Resulta que a los organizadores del flamante centro de arte diseñado por Piano & Rogers el documental de Passolini se les atragantó como una espina, pues éste venía a relatar con imágenes lo que un poco más tarde Baudrillard desentrañaría con El efecto Beauburg. Ya sé que es un texto que ha alcanzado el carácter de mítico y que es bastante viejuno, pero recomiendo encarecidamente su (re)lectura. A ver si es que voy confundido: desde el MACBA plantean como broche de oro de su colección un documental sobre un centro de arte para cuya construcción se derribó gran parte de uno de los barrios más populares del centro histórico de París, un edificio que no guardaba ni en forma, ni en usos, y lo que es más, ni en diálogo social, ninguna relación con su entorno; un edificio basado en los fuegos de artificio que inauguraba la era de los arquitectos estrella y los edificios icono-reclamo; la construcción de un centro de arte que en aras de una reforma urbanística escondía sin demasiado maquillaje un proceso salvaje de especulación y gentrificación y que, por otro lado, sentaba las bases para que la cultura pasara de ser un derecho ciudadano a un bien de consumo. Vamos, que con esta pieza parece que desde la organización del museo estén entonando a coro un mea culpa en toda regla. ¿O es que no sé leer el cinismo entre líneas?

jueves, 15 de marzo de 2012

Mies



                     

Hace algunos meses decidí apuntarme a los newsletter de todo centro artístico, universidad e institución cultural habidos y por haber, con la intención de acudir no sin cierta avidez a charlas, cursos, conferencias, seminarios o lo que sea que en ellos se impartiera, llamado, no voy a negarlo, por la necesidad imperiosa de recolectar créditos de libre elección, pero, y ante todo, porque me da la santísima gana y no he podido hacerlo antes. Cosas que tiene haberse sacado la carrera entre los huecos libres que te deja el curro. El problema es que ahora que tengo tiempo, el panorama es un pelín escueto debido, imagino, a ciertas políticas presupuestarias. 

La cosa es que hace poco más de un mes recibí mediante el boletín del FAD la noticia de una conferencia sobre arquitectura e ideología en el contexto de la exposición internacional de 1929. Más de lo mismo, pensaréis. Ya, pero la cosa pintaba medio qué. Me explico: la conferencia en si estaba enmarcada en un máster de esos llamados interdisciplinares tan à la mode organizado por una universidad pública cuyo nombre no voy a revelar porque you never know, venía precedida por su anuncio en el boletín que ya he mencionado, lo que a priori le otorgaba cierto empaque y seriedad y, lo que es más, era impartida no por un historiador del arte o historiador a secas, y ni siquiera por Lluís Permanyer, sino, tatachán!!!, por un arquitecto.  Allá que fui yo con mis mejores intenciones. Sabréis los que me conozcáis que suelo ser un poquillo escéptico (para algunas cosas, que para otras soy más crédulo que un niño pequeño, ¡qué lástima!), y nada más llegar aquello no me pintó nada bien. "Relájate" me dije, "y espérate a que esto acabe para juzgar". Pues bien, para empezar, aquello no era ninguna conferencia, sino una clase monda y lironda con sus alumnos, su profe, su arquitecto invitado y su powerpoint. Vale, no pasa nada, de todo se puede aprender. Pues no. En resumidas cuentas, la conferencia en si se reveló una charlita de centro cívico de sábado por la mañana. El arquitecto en cuestión vino a hacer una introducción sobre qué fue eso de la expo del 29, con un poquillo de contexto histórico para, acto seguido, empezar a cantar los parabienes del pabellón de Mies van der Rohe. Hasta aquí bien, sin novedad en el frente, pero bien. La cosa empezó a torcerse cuando de golpe y porrazo comenzó a defender con uñas y dientes el valor de los pabellones de Puig i Cadafalch que lindan con el pabellón alemán. Así, a bocajarro.  A ver, esos dos mamotretos son un cagarro, y lo que es peor, de un hortera imperdonable. Y a mí que no me vengan con que si el noucentisme por aquí, que si la mediterraneidad por allá, y que si Puig i Cadafalch és una cosa molt nostrada, que diría Madame Ferrussola. Esas columnas salomónicas esgrafiadas producen urticaria, y de las torres de las esquinas mejor ni hablemos. El argumento del que se valía era el siguiente: no sólo de novedades vive el hombre y no hay que aplicar criterios evolucionistas al arte y la arquitectura. ¡Ojo al dato con el descubrimiento! De acuerdo, pero sigo sin ver el valor de esos dos edificios. 
 
 



Pero el acabose del empezose, que diría mi madre, la Paquita, llegó cuando, muy audazmente, trazó un símil extemporáneo y sin sentido hacia el panorama artístico actual: que si sólo se busca la novedad, que las cosas que se hacen ahora no se entienden, que ya no se sabe dibujar, que se ha perdido la destreza técnica, que la belleza ha sido descartada de los objetivos del arte... Le faltó esgrimir aquello de "mi gato también lo sabe hacer". Incluso llegó a decir que en ferias artísticas de pueblo (de esas con marinas y pinturitas para tapar el contador de la luz) se veían mejores cosas. Muy gordo. Y este señor es jurado de varios certámenes artísticos. Hay que joderse. Y lo peor de todo es que a esos estudiantes de máster les faltó aplaudir y estuvieron a punto de reventar de tan hinchados de autosatisfacción que estaban.

  


Pues va a ser que esto es lo que nos espera: revalorizar lo patrio lo merezca o no, eliminar cualquier discurso, desprestigiar el pensamiento crítico y, en definitiva, trazar un panorama cultural de vuelo gallináceo. Toma. Ya me estoy imaginando el próximo Sónar dedicado a la tecnosardana y con Mollerussa como ciudad invitada.

  

 El caso es que ahora mismo estoy de vacaciones, ejerciendo de Rodríguez, no por falta de cosas mejores que hacer, que las tengo, sino por una acuciante falta de liquidez. Y como hacía más de 10 años que no me pasaba por el Pabellón de Mies, decidí que ya era hora de volver a verlo y tomar algunas fotillos. Sigo pensando que es el mejor edificio de Barcelona, con permiso de Can Framis. Y me da igual que sea una reconstrucción. 


 

Al fondo, las columnitas esgrafiadas. Muy fuertes.


 

viernes, 17 de febrero de 2012

Pereza





Leo en las notícias el revuelo suscitado a raíz de la exposición de fotografías de Bruce LaBruce que se celebra en la Fresh Gallery de Madrid coincidiendo con la fanfarria de ARCO y no puedo evitar sentirme invadido por una rara sensación, mezcla de insatisfacción y cansancio.

Con una táctica descontextualizadora de 1+1 = 2, este señor, cuya obra postpornográfica desconozco, se ha dedicado a retratar personajes del faranduleo capitalino en disposición libidinosa, inmersos en escenas de clara inspiración religiosa. Aquí viene el primer déjà vu: digo yo que ya no estamos en los 80's y que esto está más visto que el TBO. Por más impecables que sean esas instantáneas, no les veo el más mínimo discurso por ningún lado, y lo que es peor, me aburren soberanamente. En principio descarto que la intención del canadiense sea la de escandalizar al personal, pues considero que a estas alturas hay que ser muy naïf o directamente adolescente para plantearse la práctica artística como revulsivo destinado a epatar, mucho menos mezclando sexo y religión.

Pero lo mejor viene con el segundo déjà vu: resulta que finalmente se ha liado la de Dios es Cristo y los representantes de la castiza, beata y púdica sociedad bienpensante no sólo se han llevado las manos a la cabeza, sino que han llegado a atacar la galería donde se exponen las obras con un par de cócteles Molotov. Marinetti se hubiera corrido del gusto.

Es un hecho que nuestra sociedad va para atrás como un cangrejo puesto de speed hasta las cejas, y yo, lamentablemente, ya no me sorprendo de nada. Solo siento una profunda pereza.

lunes, 13 de febrero de 2012

Wellington


Hace unos días me entró un pronto elegíaco. El hecho en si no constituye ninguna novedad; aquellos que me conozcan saben de sobras que a menudo tiendo hacia disposiciones anímicas cercanas a lo apocalíptico. Sí me parece reseñable, sin embargo, el motivo que me condujo a este particular humor, y es que leí en las noticias que el último bloque de viviendas de la calle Wellington iba a ser finalmente derruido. 

Guardo una larga relación con este pequeño rincón de Barcelona que se remonta a mi época de adolescente, antes de la llegada del tranvía y mucho antes de la inauguración de la Biblioteca de les Aigües. Corría el final del siglo XX, en Barcelona todavía se creía en el diseño y el trip hop estaba pasando de ser lo más a acompañar cualquier campaña publicitaria de coche deportivo. Esto lo digo para poneros en situación.

El caso es que yo siempre he tenido mis momentos flâneur (si Baudelaire se levantara de la tumba me metería un galleto); mucho más en aquella época, en la que mis padres, un tanto aturdidos, se preguntaban a qué clase de maldades me dedicaba cada vez que venía a la ciudad, lo que acabó siendo una costumbre prácticamente diaria. Por mi parte, siempre he sido bastante paradito, y lo peor que hacía era fumarme 4 pitillos lucky strike (¡Hay que joderse, con el asco que me da ahora!) y dedicarme a vagar sin rumbo por las calles de una ciudad que aun me era ajena. Así fue como topé con Wellington.

Lo primero que me sorprendió de esta vía tan corta era que parecía sacada de algún otro lugar, ya que no guardaba ningún tipo de relación con su entorno. Recuerdo especialmente la soledad y el silencio. Un silencio que tan solo se veía interrumpido puntualmente por el ruido de algún animal del zoo. Por Wellington nunca pasaba nadie, ni coches ni peatones. Nadie. Los plataneros, mucho más altos que en el resto de la ciudad, conferían al espacio un aspecto sombrío, reforzado por la tapia del zoológico con el que limita. Si me hubieran dicho que me encontraba en algún lugar de Nueva York, París o Berlín lo hubiese creído.


Los bloques de viviendas se hallaban ya entonces desvencijados, con grandes desconches en la fachada y marcas de metralla de la guerra civil que ninguna campaña de Barcelona-posa't-guapa-per-fora-però-per-dins-que-et-bombin se había preocupado de adecentar. En definitiva, se trataba del paraíso de cualquier adolescente con ínfulas intelectualoides como servidor.


La cuestión es que leo la noticia y no puedo reprimir un sentimiento de tristeza, no tanto por el valor patrimonial del entorno y sus edificios, que de por sí merecería otra entrada, sino por esa nostalgia hacia tiempos pasados que, si bien es cierto que no eran mejores, definitivamente sí eran más auténticos.


Decidí volver a Wellington, no como había hecho las últimas veces, haciendo jogging o yendo a tomar el tranvía, sino con una disposición diferente y desde luego nada pragmática, por más que tomara algunas fotos, y es que posiblemente aquella era la última ocasión en la que vagaba por esa calle tal como la guardo en la memoria.

martes, 17 de enero de 2012

Maison close


Lupanar, casa de citas, meublé, prostíbulo, puticlú... existen en castellano -e imagino que en cualquier lengua, viva o muerta- innumerables términos con los que designar esos espacios para la práctica de ejercicios gimnástico-eróticos, previo paso por taquilla. La imaginación (o la memoria, dependiendo del caso) de cada uno los adornará con más o menos carga de furtividad, decadentismo o sordidez. Habrá quienes interpongan ante esa idea un flou delicuescente y dulcificador, y quienes, al imaginarlo, se vean arrojados de bruces ante la imagen misma de la miseria, de la carne, la materia y la putrefacción. En cualquier caso, ambas proyecciones, entre todas las posibles, no son más que eso, reflejos especulares, amplificados si se quiere, de uno mismo y su concepción del mundo.

Con el título que Jean Marc Bustamante atribuye a esta fotografía, el autor juega deliberadamente con la ambivalencia de la expresión. La Maison close se nos aparece como un ente cerrado en sí mismo. Un edificio incomunicado e impracticable dentro del cual nada puede llevarse a cabo, por más que la luz que se filtra a través de la ventana parezca indicar lo contrario. Ante esta incógnita irresoluble tan solo queda juzgar el edificio por su envoltorio. Un vistazo rápido a la instantánea podría retrotraernos fácilmente a cualquier construcción seguidora de los dictámenes del movimiento moderno; sin embargo, algunos "errores" sintácticos ponen de manifiesto la naturaleza postmoderna de la construcción, entre los que la balaustrada del balcón marca la disonancia más abrupta. El discurso arquitectónico basado en la yuxtaposición de elementos discordantes y de falsas apariencias (como el voladizo que no es tal), lleva al espectador al "aquí y ahora", a la lectura epidérmica, quizá la única posible, de las formas, poniendo de manifiesto el hiato insalvable entre continente y contenido. Y sobre éste, lo único que se puede hacer es especular. Bustamante parece poner al espectador ante un espejo que le devuelve su propia mirada indagadora una y otra vez, y parece querer sugerir que la incógnita que plantea la casa cerrada es la misma que atañe al Yo.

Pero a través de la ventana de vidrio traslúcido surge una luz. Una luz, y alrededor de la casa, poco antes del anochecer, entre los árboles y la hierba, reina el silencio. Y éste quizá sea la única respuesta.